sábado, 8 de octubre de 2011

"Creed en Dios, creed también en mí"

1. Los hechos que hemos analizado en la catequesis anterior son en su conjunto elocuentes y prueban la conciencia de la propia divinidad, que Jesús demuestra tener cuando se aplica a Sí mismo el nombre de Dios, los atributos divinos, el poder juzgar al final sobre las obras de todos los hombres, el poder perdonar los pecados, el poder que tiene sobre la misma ley de Dios. Todos son aspectos de la única verdad que Él afirma con fuerza, la de ser verdadero Dios, una sola cosa con el Padre. Es lo que dice abiertamente a los judíos, al conversar libremente con ellos en el templo, el día de la fiesta de la Dedicación: “Yo y el Padre somos una misma cosa” (Jn 10, 30). Y, sin embargo, al atribuirse lo que es propio de Dios, Jesús habla de Sí mismo como del “Hijo del hombre”, tanto por la unidad personal del hombre y de Dios en Él, como por seguir la pedagogía elegida de conducir gradualmente a los discípulos, casi tomándolos de la mano, a las alturas y profundidades misteriosas de su verdad. Como Hijo del hombre no duda en pedir: “Creed en Dios, creed en mí” (Jn 14, 1).

El desarrollo de todo el discurso de los capítulos 14-17 de Juan, y especialmente las respuestas que da Jesús a Tomás y a Felipe, demuestran que cuando pide que crean en Él, se trata no sólo de la fe en el Mesías como el Ungido y el Enviado por Dios, sino de la fe en el Hijo que es de la misma naturaleza que el Padre. “Creed en Dios, creed también en mí” (Jn 14, 1).

2. Estas palabras hay que examinarlas en el contexto del diálogo de Jesús con los Apóstoles en la última Cena, narrado en el Evangelio de Juan. Jesús dice a los Apóstoles que va a prepararles un lugar en la casa del Padre (cf. Jn 14, 2-3). Y cuando Tomás le pregunta por el camino para ir a esa casa, a ese nuevo reino, Jesús responde que Él es el camino, la verdad y la vida (cf. Jn 14, 6). Cuando Felipe le pide que muestre el Padre a los discípulos, Jesús replica de modo absolutamente unívoco: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre; ¿cómo dices tú: Muéstranos al Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Las palabras que yo os digo nos las hablo de mí mismo; el Padre que mora en mí hace sus obras. Creedme, que yo estoy en el Padre y el Padre en mí; a lo menos, creedlo por las obras” (Jn 14, 9-11).

La inteligencia humana no puede rechazar esta declaración de Jesús, si no es partiendo ya a priori de un prejuicio antidivino. A los que admiten al Padre, y más aún, lo buscan piadosamente, Jesús se manifiesta a Sí mismo y des dice: ¡Mirad, el Padre está en mí!

3. En todo caso, para ofrecer motivos de credibilidad, Jesús apela a sus obras: a todo lo que ha llevado a cabo en presencia de los discípulos y de toda la gente. Se trata de obras santas y muchas veces milagrosas, realizadas como signos de su verdad. Por esto merece que se tenga fe en Él. Jesús lo dice no sólo en el círculo de los Apóstoles, sino ante todo el pueblo. En efecto, leemos que, al día siguiente de la entrada triunfal en Jerusalén, la gran multitud que había llegado para las celebraciones pascuales, discutía sobre la figura de Cristo y la mayoría no creía en Jesús, “aunque había hecho tan grandes milagros en medio de ellos” (Jn 12, 37). En un determinado momento “Jesús, clamando, dijo: El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me ha enviado, y el que me ve, ve al que me ha enviado” (Jn 12, 44). Así, pues, podemos decir que Jesucristo se identifica con Dios como objeto de la fe que pide y propone a sus seguidores. Y les explica: “Las cosas que yo hablo, las hablo según el Padre me ha dicho” (Jn 12, 50): alusión clara a la fórmula eterna por la que el Padre genera al Verbo-Hijo en la vida trinitaria.

Esta fe, ligada a las obras y a las palabras de Jesús, se convierte en una “consecuencia lógica” para los que honradamente escuchan a Jesús, observan sus obras, reflexionan sobre sus palabras. Pero éste es también el presupuesto y la condición indispensable que exige el mismo Jesús a los que quieren convertirse en sus discípulos o beneficiarse de su poder divino.

4. A este respecto, es significativo lo que Jesús dice al padre del niño epiléptico, poseído desde la infancia por un “espíritu mudo” que se desenfrenaba en él de modo impresionante. El pobre padre suplica a Jesús: “Si algo puedes, ayúdanos por compasión hacia nosotros. Díjole Jesús: ¡Si puedes! Todo es posible al que cree. Al instante, gritando, dijo el padre del niño: ¡Creo! Ayuda a mi incredulidad” (Mc 9, 22-23). Y Jesús cura y libera a ese desventurado. Sin embargo, pide al padre del muchacho una apertura del alma a la fe. Eso es lo que le han dado a lo largo de los siglos tantas criaturas humildes y afligidas que, como el padre del epiléptico, se han dirigido a Él para pedirle ayuda en las necesidades temporales, y sobre todo en las espirituales.

5. Pero allí donde los hombres, cualquiera que sea su condición social y cultural, oponen una resistencia derivada del orgullo e incredulidad, Jesús castiga esta actitud suya no admitiéndolos a los beneficios concedidos por su poder divino. Es significativo e impresionante lo que se lee de los nazarenos, entre los que Jesús se encontraba porque había vuelto después del comienzo de su ministerio, y de haber realizado los primeros milagros. Ellos no sólo se admiraban de su doctrina y de sus obras, sino que además “se escandalizaban de Él”, o sea, hablaban de Él y lo trataban con desconfianza y hostilidad, como persona no grata.

“Jesús les decía: ningún profeta es tenido en poco sino en su patria y entre sus parientes y en su familia. Y no pudo hacer allí ningún milagro fuera de que a algunos pocos dolientes les impuso las manos y los curó. Él se admiraba de su incredulidad” (Mc 6, 4-6). Los milagros son “signos” del poder divino de Jesús. Cuando hay obstinada cerrazón al reconocimiento de ese poder, el milagro pierde su razón de ser. Por lo demás, también Él responde a los discípulos, que después de la curación del epiléptico preguntan a Jesús porqué ellos, que también habían recibido el poder del mismo Jesús, no consiguieron expulsar al demonio. El respondió: “Por vuestra poca fe: porque en verdad os digo, que si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a este monte: Vete de aquí allá, y se iría, y nada os sería imposible” (Mt 17, 19-20). Es un lenguaje figurado e hiperbólico, con el que Jesús quiere inculcar a sus discípulos la necesidad y la fuerza de la fe.

6. Es lo mismo que Jesús subraya como conclusión del milagro de la curación del ciego de nacimiento, cuando lo encuentra y le pregunta: “¿Crees en el Hijo del hombre? Respondió él y dijo: ¿Quién es, Señor, para que crea en El? Díjole Jesús: le estás viendo; es el que habla contigo. Dijo él: Creo, Señor, y se postró ante él” (Jn 9, 35-38). Es el acto de fe de un hombre humilde, imagen de todos los humildes que buscan a Dios (cf. Dt 29, 3; Is 6, 9 ss.; Jer 5, 21; Ez 12, 2): él obtiene la gracia de una visión no sólo física, sino espiritual, porque reconoce al “Hijo del hombre”, a diferencia de los autosuficientes que confían únicamente en sus propias luces y rechazan la luz que viene de lo alto y por lo tanto se autocondenan, ante Cristo y ante Dios, a la ceguera (cf. Jn 9, 39-41).

7. La decisiva importancia de la fe aparece aún con mayor evidencia en el diálogo entre Jesús y Marta ante el sepulcro de Lázaro: “Díjole Jesús: Resucitará tu hermano. Marta le dijo: Sé que resucitará en la resurrección, en el último día. Díjole Jesús: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees tú esto? Díjole ella (Marta): Sí, Señor; yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios que ha venido a este mundo” (Jn 11, 23-27). Y Jesús resucita a Lázaro como signo de su poder divino, no sólo de resucitar a los muertos porque es Señor de la vida, sino de vencer la muerte, El, que como dijo a Marta, ¡es la resurrección y la vida!

8. La enseñanza de Jesús sobre la fe como condición de su acción salvífica se resume y consolida en el coloquio nocturno con Nicodemo, “un jefe de los judíos” bien dispuesto hacia Él y a reconocerlo como “maestro de parte de Dios” (Jn 3, 2). Jesús mantiene con él un largo discurso sobre la “vida nueva” y, en definitiva, sobre la nueva economía de la salvación fundada en la fe en el Hijo del hombre que ha de ser levantado “para que todo el que crea en él tenga la vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio a su unigénito Hijo, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna” (Jn 3, 15-16). Por lo tanto, la fe en Cristo es condición constitutiva de la salvación, de la vida eterna. Es la fe en el Hijo unigénito -consubstancial al Padre- en quien se manifiesta el amor del Padre. En efecto, “Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para que juzgue al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él” (Jn 3, 17). En realidad, el juicio es inmanente a la elección que se hace, a la adhesión o al rechazo de la fe en Cristo: “El que cree en él no será juzgado; el que no cree, ya está juzgado, porque no creyó en el nombre del unigénito Hijo de Dios” (Jn 3, 18).

Al hablar con Nicodemo, Jesús indica en el misterio pascual el punto central de la fe que salva: “Es preciso que sea levantado el Hijo del hombre, para que todo el que creyere en él tenga vida eterna” (Jn 3, 14-15). Podemos decir también que éste es el “punto crítico” de la fe en Cristo. La cruz ha sido la prueba definitiva de la fe para los Apóstoles y los discípulos de Cristo. Ante esa “elevación” había que quedar conmovidos, como en parte sucedió. Pero el hecho de que Él “resucitó al tercer día” les permitió salir victoriosos de la prueba final. Incluso Tomás, que fue el último en superar la prueba pascual de la fe, durante su encuentro con el Resucitado, prorrumpió en esa maravillosa profesión de fe: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20, 28). Como ya en ese otro tiempo Pedro en Cesarea de Filipo (cf. Mt 16, 16), así también Tomás en este encuentro pascual deja explotar el grito de la fe que viene del Padre: Jesús crucificado y resucitado es “Señor y Dios”.

9. Inmediatamente después de haber hecho esta profesión de fe y de la respuesta de Jesús proclama la bienaventuranza de aquellos “que sin ver creyeron” (Jn 20, 29). Juan ofrece una primera conclusión de su Evangelio: “Muchas otras señales hizo Jesús en su presencia de los discípulos, que no están escritas en este libro para que creáis que Jesús es el Mesías, Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre” (Jn 20, 30-31).

Así pues, todo lo que Jesús hacía y enseñaba, todo lo que los Apóstoles predicaron y testificaron, y los Evangelistas escribieron, todo lo que la Iglesia conserva y repite de su enseñanza, debe servir a la fe, para que, creyendo, se alcance la salvación. La salvación -y por lo tanto la vida eterna- está ligada a la misión mesiánica de Jesucristo, de la cual deriva toda la “lógica” y la “economía” de la fe cristiana. Lo proclama el mismo Juan desde el prólogo de su Evangelio: “A cuantos lo recibieron (al Verbo) dióles poder de venir a ser hijos de Dios: “A aquellos que creen en su nombre” (Jn 1, 12).


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Saludos

Deseo ahora presentar mi más cordial saludo a todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos Países de América Latina y de España.

En particular, saludo a las peregrinaciones provenientes de la Diócesis de Matamoros (México) y de la parroquia de San Agustín Polanco, de Ciudad de México.

A todos los peregrinos y visitantes de lengua española imparto con afecto la bendición apostólica.


JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 21 de octubre de 1987

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