jueves, 27 de octubre de 2011

LA INTELIGENCIA Y LA CULTURA

LA INTELIGENCIA Y LA CULTURA
Conferencia pronunciada en el Paraninfo de la Universidad de Sevilla, como acto central de la Semana de Santo Tomás de Aquino, el 25 de enero de 1996.
Paul Cardenal POUPARD
Quisiera comenzar haciendo referencia al libro del Papa Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la Esperanza. El capítulo cuarto se titula: «¿Hay de verdad un Dios en el Cielo?» La pregunta es muy interesante, sobre todo si se observa cómo se la plantea al Papa el periodista que edita el libro, Vittorio Messori. Le dice literalmente: «Santidad, situándonos en una perspectiva sólo humana —si eso es posible, al menos momentáneamente—, ¿puede el hombre, y cómo, llegar a la convicción de que Dios verdaderamente existe?» (Plaza y Janés, Barcelona 1994, p. 49). La actualidad de la pregunta es innegable, y es muy interesante la respuesta que da el Papa. El Santo Padre sostiene con un gran énfasis que «la respuesta a la pregunta An Deus sit? no es sólo una cuestión que afecte al intelecto; es, al mismo tiempo, una cuestión que abarca toda la existencia humana [...], más aún, es una cuestión del corazón humano (las raisons du coeur de Blas Pascal)» (p. 52).
Ahora bien, sin quitarle al tema, en lo más mínimo, su carácter existencial, el Papa afirma también que el pensamiento humano, la especulación humana, está en condiciones de decir algo válido sobre Dios, tal y como recuerda la Constitución conciliar Dei Verbum sobre la Divina Revelación en su número tres. A fin de cuentas, ya el Libro de la Sabiduría y la Carta a los Romanos indican este camino. Y por ello, el mismo Santo Tomás, no abandona la vía de los filósofos, sino que inicia la Summa Theologiae con la pregunta: An Deus sit?, ¿existe Dios? (cfr. I, q. 2, a. 3).
Para el Papa, el intento filosófico de Santo Tomás de llegar a Dios, es válido y hasta provechoso, y lo defiende con las siguientes palabras:
«Pienso que es injusto considerar que la postura de Santo Tomás se agote en el solo ámbito racional. Hay que dar la razón, es verdad, a Étienne Gilson cuando dice con Tomás que el intelecto es la creación más maravillosa de Dios; pero eso no significa en absoluto ceder a un racionalismo unilateral. Tomás es el esclarecedor de toda la riqueza y complejidad de todo ser creado, y especialmente del ser humano. No es justo que su pensamiento se haya arrinconado en este período posconciliar; él realmente, no ha dejado de ser el maestro del universalismo filosófico y teológico. En este contexto deben ser leídas sus quinque viae, es decir, las cinco vías que llevan a responder a la pregunta An Deus sit?».
Como se ve, la respuesta del Papa a la pregunta de Messori es rica y matizada. Pone de manifiesto el carácter vital de la cuestión, y al mismo tiempo mantiene el valor que la tradición siempre le ha reconocido al intelecto humano, reconociéndole la capacidad de llegar hasta Dios, de llegar hasta el Dios verdadero, incluso si nos situamos, como dice Messori, «en una perspectiva sólo humana». La respuesta del Papa es, pues, muy equilibrada. Por ello, se experimenta una cierta sorpresa cuando se lee la pregunta que da inicio al capítulo siguiente. Messori, con la incisividad propia del periodista, «vuelve a la carga» diciéndole al Papa:
«Permítame una pequeña pausa. No discuto, es obvio, sobre la validez filosófica, teorética, de todo lo que acaba de exponer; pero ¿esta manera de argumentar tiene todavía un significado concreto para el hombre de hoy? ¿Tiene sentido que se pregunte sobre Dios, Su existencia, Su esencia?» (p. 53; el nuevo capítulo al que da inicio esta pregunta se titula: «"Pruebas", pero ¿todavía son válidas?»).
Estas preguntas, situadas en su contexto, me parece que introducen maravillosamente nuestro tema. Lo que en ellas se pone en cuestión es el alcance de la inteligencia humana. Se pone en cuestión, de modo radical, la capacidad de la inteligencia humana de llegar a Dios. Y para ello se apela al «hombre de hoy», un hombre que quizás no ve siquiera el sentido de plantearse una pregunta que trasciende su existencia concreta para elevarse hasta el conocimiento del Creador.
1. La espiritualidad de la inteligencia en los clásicos y la crisis de lo racional.
Debo decir que a mí esta puesta en duda de la capacidad de la inteligencia humana me ha impresionado siempre, y de modo profundo. Para los clásicos, estaba fuera de toda duda la dignidad de la inteligencia, esta facultad maravillosa del hombre, cuyo carácter espiritual parecía a todos casi evidente. Con el cristianismo, se va aún más lejos, y se descubre la inteligencia como imagen creada del Verbo eterno del Padre. Los grandes teólogos de la Edad Media exaltan la inteligencia, y al contemplar hoy retrospectivamente sus obras nos da la impresión de que caen en un intelectualismo excesivo. Sin embargo, tiene toda la razón el Papa cuando dice que no ceden a un «racionalismo unilateral», porque este aprecio del intelecto no significa el más mínimo desprecio por el resto de las dimensiones que configuran la totalidad de la persona humana. En la inteligencia, simplemente, se ve algo sublime, algo que es espiritual de modo indudable, algo cuya espiritualidad se puede intuir casi, y experimentar incluso, en la maravilla de nuestra vida intelectiva.
Hay que precisar, que este carácter espiritual de la inteligencia, en el que la Escolástica pone tanto énfasis, no es reduccionista. La espiritualidad no viene reducida a la inteligencia, aunque es la inteligencia el primer paso, el primer peldaño, para llegar a descubrir el nivel espiritual del hombre, así como el mejor aval para concebirlo de modo correcto. En la inteligencia, el hombre medieval «toca» casi con la mano el nivel espiritual; ello le llena de gozo, y en consecuencia le hace exaltar sobremanera las excelencias de la inteligencia. Pero al mismo tiempo, es siempre bien consciente de que la inteligencia es una mera facultad del alma, una simple «potencia operativa». Es más, la inteligencia no es ni siquiera la única facultad espiritual del alma; está también la voluntad, unida a la inteligencia en intimísima relación. Pero una vez admitido que en el hombre hay una facultad de orden espiritual, lo que queda elevado al nivel espiritual es todo el hombre, en su alma y en su cuerpo, porque una potencia operativa espiritual sólo puede inherir en un alma espiritual, y el alma es forma del cuerpo en unidad de sustancia. De este modo, la exaltación medieval de la inteligencia, no es en el fondo más que una exaltación de la espiritualidad del hombre.
Es delicioso comprobar cómo se refleja esta concepción del hombre en los escritos de los místicos españoles del Siglo de Oro, como Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz. Santa Teresa habla con toda naturalidad de las «potencias del alma», refiriéndose a la inteligencia y a la voluntad, y cuenta cómo Dios «toca» estas potencias cuando viene a su encuentro en la experiencia mística. Permitidme que os cite, por el encanto especial que tienen, las palabras con que Santa Teresa describe en el Libro de la Vida lo que ella llama «oración de unión»:
«Paréceme este modo de oración unión muy conocida de toda el alma con Dios, sino que parece quiere Su Majestad dar licencia a las potencias para que entiendan y gocen de lo mucho que obra allí.
«Acaece algunas y muy muchas veces, estando unida la voluntad [...], vese claro y entiéndese que está la voluntad atada y gozando; digo que "se ve claro", y en mucha quietud está sola la voluntad, y está por otra parte el entendimiento y memoria tan libres, que pueden tratar en negocios y entender en obras de caridad.
«[...] La memoria queda libre, y junto con la imaginación deve ser; y ella, como se ve sola, es para alabar a Dios la guerra que da y cómo procura desasosegarlo todo. A mí cansada me tiene y aborrecida la tengo, y muchas veces suplico a el Señor, si tanto me ha de estorbar, me la quite en estos tiempos» (cap. 17, n. 3-5: Efrén de la Madre de Dios y Otger Steggink [ed.], Obras completas, 8ª ed., BAC, Madrid 1986, pp. 96-98).
Creo que apenas habrá quien no se sienta como «ganado» por estas palabras tan simpáticas de la Santa de Ávila. La concepción del hombre que en ellas se trasluce no peca de reduccionista, porque el hombre no queda reducido a sus «potencias»; antes bien, el alma es todo un castillo interior delicadísimo, con infinidad de estancias o moradas, en las cuales la luz amorosa de la presencia divina sabe arrancar un sinfín de dulcísimos destellos. Es todo un mundo interior el que subyace a lo que experimentamos en el ejercicio cotidiano de nuestra facultad intelectiva; y este mundo, aunque invisible a los sentidos, e incluso a nuestra vida interior cotidiana, es completamente real. Cito de nuevo a la Santa de Ávila, y esta vez tomando las palabras de su obra cumbre, las Moradas del castillo interior. Dice así en su primer capítulo:
«Estando hoy suplicando a nuestro Señor hablase por mí [...] se me ofreció lo que ahora diré para comenzar con algún fundamento, que es considerar nuestra alma como un castillo todo de un diamante o muy claro cristal, adonde hay muchos aposentos, ansí como en el cielo hay muchas moradas. Que si bien lo consideramos, hermanas, no es otra cosa el alma del justo sino un paraíso adonde dice El tiene sus deleites.
«[...] No es pequeña lástima y confusión que por nuestra culpa no entendamos a nosotros mesmos ni sepamos quién somos. ¿No sería gran ignorancia, hijas mías, que preguntasen a uno quién es y no se conociese ni supiese quién fue su padre, ni su madre, ni de qué tierra?
«Pues si esto sería gran bestialidad, sin comparación es mayor la que hay en nosotras cuando no procuramos saber qué cosa somos, sino que nos detenemos en estos cuerpos, y ansí, a bulto, porque lo hemos oído y porque nos lo dice la fe, sabemos que tenemos almas; mas qué bienes puede haver en esta alma u quién está dentro en esta alma u el gran valor de ella, pocas veces lo consideramos, y ansí se tiene en tan poco procurar con todo cuidado conservar su hermosura; todo se nos va en la grosería del engaste u cerca de este castillo, que son estos cuerpos» (cap. 1, nº 1-2: loc. cit., pp. 472-473).
Vale la pena remontarse a esta concepción cristiana de la persona humana, antes de considerar el cambio de perspectiva que se produce en la Edad Moderna. En la Edad Media, los términos rationale y spirituale son prácticamente equivalentes, porque lo racional es espiritual y viceversa. Así, no hay ningún problema en llamar rationale lumen a la iluminación del Espíritu. En cambio, hoy en día, no sólo se aprecian grandes diferencias de significado, sino que el término «racional» se ha cargado de connotaciones negativas. Lo «racional», lo «conceptual» y «abstracto» dan la impresión de referirse a un conocimiento viciado, a un conocimiento que no llega a la realidad de las cosas porque trata de aferrarla con conceptos abstractos, inadecuados para la riqueza de lo real. Lo conceptual parece puramente teorético, como una malla que al tratar de aprehender lo real lo deforma irremisiblemente. Frente a lo racional tendría la primacía el conocimiento experiencial, concreto, sensible; el conocimiento por connaturalidad que se manifiesta en los sentimientos íntimos; el conocimiento místico o suprarracional al que se llega por el amor humano o por la experiencia religiosa. De estos niveles de conocimiento, lo racional quedaría irremisiblemente excluido. La situación podríamos resumirla diciendo que en nuestro modo de pensar corriente la razón está siempre bajo sospecha, como un acusado en el banquillo al que se le exige que dé pruebas de su inocencia.
2. El conocimiento científico y la búsqueda sapiente de sentido.
La consecuencia de todo esto, a poco que reflexionemos, es bien curiosa. Vivimos en una cultura altamente sofisticada, en la que todo está estudiado, pesado, medido. El conocimiento científico que hemos logrado de la realidad se refleja en un avance tecnológico poderosísimo, que pone en nuestras manos posibilidades infinitas de control de nuestro entorno. En la sociedad moderna, no hay actividad humana que se realice sin una complejísima labor de planificación previa, que revele y sopese los pros y los contras de todas y cada una de las maniobras previstas. Hemos llegado a tener compañías de seguros ¡hasta para morirnos! Y bien, en esta sociedad en que la razón ocupa un puesto tan primordial, yo diría incluso que central, parece que el hombre se sintiera impotente para dar, con su entendimiento, con ese entendimiento que tanto hace trabajar a diario, un pequeño salto metafísico, una ligera elevación que le permita el acceso a los niveles más profundos de la realidad.
Existe un párrafo de la Constitución Gaudium et spes del Concilio Vaticano II, que, con toda delicadeza, invita precisamente a los hombres de nuestro tiempo a prestar atención a los niveles profundos de la realidad, niveles que se revelan especialmente cuando se toma en consideración la constitución de la persona humana. Son estas las palabras del Concilio:
«No se equivoca el hombre cuando se reconoce superior a las cosas corporales y se considera algo más que una partícula de la naturaleza o un elemento anónimo de la ciudad humana. Por su interioridad, es superior al universo entero; a estas profundidades retorna cuando se vuelve a su corazón, donde le espera Dios, que escruta los corazones [cf. 1 Re 16,7; Jer 17,10], y donde él solo decide su propio destino ante los ojos de Dios. Así, pues, al reconocer en sí mismo un alma espiritual e inmortal no es víctima de un falaz espejismo, procedente sólo de condiciones físicas y sociales, sino que, al contrario, toca la verdad profunda de la realidad» (nº 14).
En el fondo, somos bien conscientes de que la realidad tiene niveles profundos. Por ejemplo, confiamos mucho, y con razón, en el poder de la ciencia. Algunas de sus conquistas más sobresalientes pertenecen al patrimonio de nuestra cultura moderna, y ello nos llena de legítimo orgullo. Es más, algunos desarrollos de la ciencia, de naturaleza especialmente teórica, y por ello más admirables, nos han permitido liberarnos para siempre de viejos tópicos, propios de la natural ingenuidad humana, y conocer más de cerca la colosal complejidad de las cosas, en la cual, a pesar de todo, nuestro entendimiento es capaz de hacer alguna luz, conociendo con certeza algo válido y demostrable sobre nuestro mundo, desde sus remotos orígenes, hasta la más pequeña partícula subatómica. Sin embargo, al mismo tiempo, se constata que a esta relación con el mundo que la ciencia promueve, le falta algo, porque no acierta a conectarse con la más intrínseca realidad de las cosas. De hecho, estamos cayendo en la cuenta de que la moderna cosmovisión científica «es más una fuente de desintegración y de dudas que de integración y sentido». Así lo constababa hace poco más de un año el Presidente de la República Checa, Vaclav Havel, en un artículo aparecido en un periódico español: «Pese a que en la actualidad sabemos inconmensurablemente más sobre el universo que nuestros antecesores, parece cada vez más claro que ellos sabían algo que a nosotros se nos escapa» («El doloroso parto de una nueva era», Diario El Mundo, Madrid, 23-IX-1994).
De manera que, en este final de siglo, el progreso de la ciencia, por un lado, nos hace mirar con optimismo las virtualidades de la inteligencia humana; pero, por otra parte, se va haciendo cada vez más evidente que necesitamos cultivar urgentemente una sabiduría superior, que vaya más allá de la ciencia, que humanice nuestra vida, y que responda a la plenitud de las exigencias de nuestra naturaleza espiritual. La Constitución Gaudium et spes, ya citada, expresaba esta tensión paradójica propia de nuestro tiempo en su número quince, que, por su interés, reproduzco en su integridad:
«Tiene razón el hombre, partícipe de la luz de la mente divina, al creerse, por su inteligencia, superior al universo de las cosas. Con el ejercicio infatigable, siglo tras siglo, de su propio ingenio, ha progresado grandemente en las ciencias empíricas y en las artes técnicas y liberales, y en la era actual ha obtenido éxitos extraordinarios, sobre todo en la investigación y dominio del mundo material. Siempre, sin embargo, supo buscar y encontrar una verdad más profunda, ya que su inteligencia no se limita exclusivamente a lo fenoménico, sino que es capaz de alcanzar con verdadera certeza la realidad inteligible, a pesar de que, como consecuencia del pecado, se encuentre parcialmente débil y a oscuras.
«Hay que añadir que la naturaleza intelectual de la persona humana se perfecciona, y se debe perfeccionar, por la sabiduría, que atrae suavemente a la mente humana hacia la búsqueda y el amor de la verdad y del bien. Guiado por ella, el hombre por medio de las cosas visibles es llevado a las invisibles.
«Nuestra época, mucho más que los siglos pasados, tiene necesidad de esa sabiduría para humanizar todos los descubrimientos que el hombre va haciendo. Está en peligro el destino futuro del mundo si no se logra preparar hombres dotados de mayor sabiduría. Y nótese a este propósito que muchas naciones, más pobres, ciertamente, que otras en recursos económicos, pero más ricas en esta sabiduría, pueden ofrecer a las demás un servicio incalculable.
«Finalmente, por un don del Espíritu Santo, el hombre llega por la fe a contemplar y gustar el misterio del plan divino».
3. Hacia la superación de los irracionalismos.
El Concilio parte de las potencialidades humanas de la razón, y termina aludiendo a su capacidad de ser elevada por el Espíritu Santo para comprender los mismos misterios divinos. Ahora bien, ¿cómo asume el hombre de hoy estos desafíos que tiene planteados en cuanto persona inteligente? ¿Cómo se plantea la cuestión del sentido de su vida? ¿Qué es lo que se considera hoy como «nivel profundo» de la realidad, y de qué modo se intenta hoy vivir a ese nivel?
Un análisis pormenorizado de estas importantes cuestiones desbordaría por completo el marco de mi intervención. Pero querría resaltar al menos un aspecto que sin duda está presente; a saber, una especie de «vagabundeo espiritual». El hombre de hoy con frecuencia está embarcado en una búsqueda de experiencias dadoras de sentido, pero en su travesía carece de «puntos de anclaje», de espacios en que sea seguro para él «echar el ancla» y ganar en estabilidad, porque desconfía de los puntos de apoyo que le han llegado por medio de la tradición. Se siente impulsado por una verdadera hambre de lo divino y de lo recóndito, pero ésta le lleva con frecuencia a un sentimentalismo fideísta, e, incluso, a lo que se ha dado en llamar «religiosidad salvaje». Aunque saciado suficientemente en sus necesidades materiales —gracias a una calidad de vida siempre creciente— siente sin embargo una sed de algo más que no sabe cómo apagar, y que, llegado a un cierto punto, le hace sentirse como una olla a presión que puede saltar en cualquier momento.
No quiero detenerme en describir los diversos modos en que se produce esta búsqueda del hombre de hoy. Cualquiera de Vds. podría hacer, desde su punto de vista, y desde su experiencia personal, una ilustración de este fenómeno, que nos enriquecería a todos con nuevos datos y con una visión más completa y matizada del problema. Por mi parte, lo único que quiero decir, es esto: ante este fenómeno de insatisfacción y de búsqueda de algo más, ¿no es hora de que empecemos a pensar con la cabeza?
Me explico. Creo que uno de los problemas más serios del momento actual es un cierto irracionalismo, que nos puede bloquear a la hora de buscar las soluciones que nuestra cultura necesita en este momento de crisis. No quiero pedir con esto la vuelta a un racionalismo desfasado; pero sí a un uso serio de la razón. La razón, con la cual nacemos equipados al nacer, es una facultad maravillosa, perfectamente adaptada a la solución de los problemas humanos, con tal de que la sepamos usar como se debe, y tributarle el respeto que se merece. No ganamos nada con humillarla. Ciertamente, es necesario un sano realismo a la hora de aceptar los límites humanos de nuestra capacidad de comprensión de las cosas, en especial de aquéllas que más nos desbordan, y de las cuales nuestro conocimiento humano será siempre confuso, aunque no por ello falso: un conocimiento puede ser confuso, en el sentido de poco preciso, sin dejar por ello de ser verdadero. Sin embargo, esta humildad ante los límites de nuestras capacidades, no debería impedir en nosotros la actitud de un sano realismo ante el mundo, un sentirnos capaces de afrontar la realidad tal y como es, sin complejos pesimistas, y sin sueños idealistas. ¿Qué sentido tiene, me pregunto, en este momento de la historia, seguir insistiendo en la endeblez de nuestro pensamiento? Y no sólo porque no sea productivo, sino porque, ante todo, no es verdad que nuestro pensamiento sea un pensamiento débil. La inteligencia humana es capaz de mucho. Soy consciente de hallarme ante un auditorio plural; pero me atrevo a proponer, con todo respeto, la siguiente afirmación: la inteligencia humana es capaz, incluso, de atisbar, como causa suprema de la creación, como fundamento último de su ser y de su armonía, la majestad infinita de Dios.
Pero no es éste el punto último al que quería llegar. La capacidad de la inteligencia humana de llegar a Dios —que para los católicos es un dogma de fe, dogma definido en el Concilio Vaticano Primero (Dei Filius, cap. 2: Denzinger, nº 3004 y 3026) y reafirmado en el Concilio Vaticano Segundo (Dei verbum, nº 6: Denzinger, nº 4206)— es, si queréis, sólo un caso particular de las posibilidades del intelecto humano. Lo verdaderamente importante —y creo que en esto sí que podemos alcanzar todos un consenso a pesar de la pluralidad de opiniones— es que reconozcamos, sin reduccionismos, que la razón humana es mucho más potente de lo que una cultura ambiente superficial parece inclinarnos a pensar. En este momento histórico, es importante advertir que no es legítimo deslegitimizar a cada paso cualquier intento razonable de elevarse por encima de la chata consideración empírica de las cosas. Bien está que exijamos rigor; pero, ¿no es verdad que nos hemos deleitado demasiado —incluso a nivel de las élites intelectuales de nuestro siglo— en exaltar un espíritu de sospecha, de desmitologización, de relativismo, que llevado a sus últimas consecuencias, es absurdo en sí mismo? Después del largo período que hemos pasado de deconstructivismo, de disolución, de escepticismo, ¿no habrá llegado ya la hora de empezar a construir, de empezar a edificar, de empezar a poner cimientos sólidos? ¿O preferimos seguir profundizando y enfangándonos cada vez más en la pura negatividad? Ante nosotros se abren dos opciones: abrazar con toda la mente, con todo el corazón, con todas nuestras fuerzas, un espíritu constructivo, o seguir abrazados a ese cadáver que es el espíritu deconstructivo, ese espíritu que nos hace hijos espirituales de Mefistófeles, quien, en la obra cumbre de la lengua alemana, el Fausto de Goethe, se define a sí mismo como espíritu de contradicción: «Ich bin der Geist, der stets verneint!» (Johann Wolfgang Goethe, Faust. Erster Teil. Insel, Frankfurt am Main 1974, p. 64); es decir: «Soy el espíritu que siempre dice que no». ¿Es éste el espíritu que queremos seguir?
4. Los niveles profundos de la realidad y la felicidad del hombre.
Quisiera recapitular en este punto el tema central que he querido desarrollar a lo largo de esta ponencia. En efecto, mi objetivo puede parecer modesto, pero no ha sido más que éste: tratar de mostrar que en la realidad que nos circunda y en la que estamos inmersos, existen niveles profundos, y que nuestra inteligencia es capaz de captarlos. Vivimos en un mundo en que los medios de comunicación de masas, y especialmente los audiovisuales, tienen un influjo cada vez más preponderante. A la hora de valorar este influjo, hoy se tiende a no dramatizar, constatando simplemente que los medios de comunicación se limitan a transmitir y a reforzar los valores y la mentalidad que ya existen en una sociedad determinada. De todos modos, hay que reconocer que, de hecho, nuestra cultura se caracteriza por una enorme superficialidad, e, incluso, por la pérdida progresiva de una sana racionalidad. Y con esto no me refiero a la pérdida de la moral, a la degeneración del tejido ético de nuestra sociedad, que es también manifiesta; es ya a nivel noético, a nivel de los valores cognoscitivos, que se observa una preocupante regresión.
Se suele decir, y es verdad, que «una imagen vale por mil palabras». Ahora bien, ¿no es verdad que en el mundo que nos hemos fabricado vivimos inmersos en un mar de imágenes banales? ¿No es verdad que la sociedad en su conjunto anda cada vez más a la caza de experiencias de todo género, y en cambio se olvida de cultivar sus dimensiones más elevadas? ¿No es verdad —y de esto sois bien conscientes todos los que formáis parte del rico mundo universitario— que el nivel cultural de la sociedad experimenta un descenso lento, pero constante? Ante esta realidad, dramática para la cultura, yo me atrevería a decir: es cierto que una imagen vale más que mil palabras; pero hay veces que un concepto, un término bien acuñado, vale más que mil imágenes, porque capta lo esencial; y en nuestro mundo de hoy, estamos llegando a perder los conceptos, lo cual es muy peligroso.
Hace unos años, el Consejo Pontificio para el Diálogo con los No Creyentes que yo presidía promovió un estudio sobre el tema «felicidad y fe cristiana», que se trató en la Asamblea Plenaria del Consejo en el año 1991. Uno de los resultados principales a los que llegamos fue precisamente éste. Constatamos que hoy, cada vez más, el mundo de la imagen tiende a «bloquear» las mentes, impidiendo de hecho una verdadera búsqueda de la felicidad que arranque de las necesidades más profundas y auténticas del hombre:
«Hoy, cada vez más, el campo de batalla de los valores está localizado en el mundo de las imágenes, más bien que en el de las ideas. [...] En esta perspectiva, el conflicto de imágenes de la felicidad es de una importancia vital para la transmisión de la misma fe. Si el dato puramente banal ocupa la mente humana, y lo hace usando imágenes atrayentes, resulta difícil que se verifique aquella "escucha" de la que proviene la fe. [...] El verdadero peligro de este momento histórico es que la gente, al quedar prisionera de semejante superficialidad, no se dé cuenta de las necesidades fundamentales del corazón humano» (Cardenal Paul Poupard, Felicidad y fe cristiana. Herder, Barcelona 1992, p. 65.)
Citando este párrafo puede parecer que me he salido del tema, desplazándome del terreno cognoscitivo al volitivo, del tema de la verdad al tema del bien y de la felicidad. Pero no hay oposición. ¿Puede haber interrelación más íntima de la que hay entre inteligencia y voluntad, entre la búsqueda del espíritu y el deseo del alma? El ser humano desea saber, y no puede querer sino conociendo. Es éste el carácter existencial del conocimiento al que hacía referencia el Papa al hablar del conocimiento de Dios. El conocimiento del hombre afecta a su misma existencia. Por ello es especialmente grave el que en este momento histórico el hombre se halle bloqueado en su conocimiento a nivel de la imaginación, porque, de este modo, corre el riesgo de no percibir siquiera dónde está la felicidad que puede saciarle de veras. Envuelto en el ritmo frenético de la vida moderna, y en los placeres superficiales que constantemente se le ofrecen o se le insinúan, el hombre corre el riesgo de pasarse la vida entera distraído, sin plantearse siquiera los interrogantes que son más decisivos para la existencia.
De todos modos, esta presentación que he hecho pecaría de simplista si no fuera completada con otro dato. Es verdad que en nuestro mundo sufrimos una especie de «embotamiento» intelectual, así como un hedonismo fácil que tiende a excluir los planteamientos profundos, metafísicos o religiosos. No obstante, es un hecho cada vez más patente el rebrotar de los sentimientos religiosos, esa «hambre de lo divino y de lo sagrado» a la que antes aludía. El tema de Dios y de la religión interesan cada vez más. Se intenta recuperar la piedad popular y las manifestaciones religiosas propias de cada tierra. Se hace cada vez más frecuente el estudio de las llamadas ciencias ocultas, el recurso a la magia o al espiritismo, al horóscopo o al tarot, a la sabiduría del Oriente o de sectas herméticas.
¿Qué nos indica todo esto? A mi juicio, dos cosas. Una positiva, y otra negativa. La positiva es ésta: una vez más, se verifica aquello del inquietum cor de San Agustín: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones, lib. 1,1: CCL 27,1). La secularización de la modernidad no sólo no ha logrado erradicar la idea y la vivencia de Dios, sino que, en pocos años, se demuestra que el hombre tiene una necesidad constitutiva de saciar de algún modo sus deseos de algo más, de vivir de algún modo en una relación religiosa con un Dios que le sobrepasa. Es decir, considero como positivo el hecho de que a pesar de un enorme proceso de secularización que hemos sufrido, la idea de Dios siga todavía viva, lo cual demuestra la enorme vitalidad de la religión.
Hasta aquí lo positivo. Y lo negativo: el modo de saciar esta manifiesta hambre de lo divino. Como hemos perdido casi del todo la confianza en el poder de la razón para ayudarnos a salir del atolladero, corremos el serio riesgo de salir, como se dice, «por peteneras». Es decir, de dejarnos llevar por sentimientos exacerbados, o por un subjetivismo atroz que olvide por completo la sabiduría que nos ha legado la tradición. Es éste, a mi juicio, el punto delicado, y donde hace falta, más que nunca, una lucidez a toda prueba, unida a un espíritu abierto que se atreva a explorar nuevos caminos. Sólo cultivando la inteligencia de este modo, lograremos salir de la crisis cultural en que nos encontramos.
5. La banalización de la religión en la cultura actual.
Una última observación, relativa a la religión. Aunque he tratado de ceñirme al terreno estrictamente intelectual, es indudable que el tema de la religión está íntimamente relacionado. Y ahora me pregunto: en esta sociedad que corre el riesgo de caer por el precipicio de la superficialidad y de la banalidad, ¿qué papel juega la religión? ¿qué lugar ocupa? Por un lado, es evidente que la religión ha sufrido, hoy como siempre, pero quizás hoy más que en muchas épocas, una acerada crítica desde diversas instancias. La voz de la religión muchas veces resulta molesta, incómoda, y se ha intentado acallarla, cuando no combatirla desde un ateísmo militante. Sin embargo, en el momento actual, yo creo que este estado de cosas ha cambiado ya, y está cambiando radicalmente. Yo diría en este sentido que la cultura actual simplemente se limita a absorber la religión como un elemento más, integrándola, banalizándola, y yuxtaponiéndola al resto de los elementos culturales.
A la religión cada vez se la ataca menos de forma directa. Es más, se la respeta. Al elemento religioso se le concede incluso un cierto espacio en los medios de comunicación. De este modo, se logran dos cosas. Por un lado, se satisface así a aquella minoría de creyentes que cree de verdad, ofreciéndole lo que le gusta. Por otra parte, a la gran mayoría, esa gran mayoría de la gente más o menos indiferente, que ni cree ni deja de creer, que cree en parte, pero se comporta como si no creyese, o que no cree, pero que se comporta como si creyese en parte, se le ofrece, como un elemento más de su vida superficial, algún elemento religioso, más o menos interesante, más o menos curioso, más o menos esotérico, para que, al menos durante algunos momentos de la jornada, pueda sentir la emoción de plantearse un poco una serie de cuestiones que animen su existencia, la cual, sin embargo, sigue su curso superficial.
Perdóneseme lo que voy a decir, pero creo que la imagen es ilustrativa: la religión es hoy como un boxeador al que la secularización lo ha dejado «sonado». La religión sigue estando ahí, pero ya no se la combate, porque no hace falta. A uno que está «sonado» no hace falta golpearle. ¿Qué quiero decir con esto? Que necesitamos, urgentemente, salir de ese estado en que nuestra inteligencia funciona sólo a mitad de rendimiento, que necesitamos hacer un poco de luz, empezar a pensar, empezar a poner un cierto orden en nuestros esquemas de pensamiento, en nuestras ideas, y en nuestra misma sociedad. Necesitamos, en suma despertar. Y en el fondo ¡no se trata de algo tan difícil!

Conclusión
Queridos amigos: os he hablado con toda franqueza de cómo veo un problema que, a pesar de ser simple, tiene una importancia inquietante. Mis palabras están cargadas, lo sé, de la incisividad que busca el que quiere provocar una respuesta en su auditorio. He querido situarme en un plano en el que el diálogo fuera posible, incluso con el no creyente, aunque, como es natural, en mi discurso se trasluce también mi fe cristiana. Pero el mensaje que he querido transmitir creo que es válido para todos, y se podría resumir en las famosas palabras de Blas Pascal: «travaillons donc à bien penser»: esforcémonos en pensar con corrección... y se empezarán a arreglar más cosas de las que pensamos. «Travaillons donc à bien penser», porque, por arduo que pueda parecer, tenemos el derecho y la obligación de poner los cimientos de una nueva cultura de la verdad. «Travaillons donc à bien penser», y no nos cansemos nunca de dar gracias por el don de nuestra inteligencia espiritual; que resuene siempre en nosotros aquella exhortación de San Agustín: «Intellectum valde ama» (Epist. 120, 3, 13: PL 33, 459); «ama mucho la inteligencia»; ámala mucho.

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