miércoles, 27 de junio de 2012

SÉPTIMA REGLA DE SAN BENITO

VII. LA HUMILDAD 1 La divina escritura, hermanos, nos dice a gritos: «Todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado». 2 Con estas palabras nos muestra que toda exaltación de sí mismo es una forma de soberbia. 3 El profeta nos indica que él la evitaba cuando nos dice: «Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad». 4 Pero ¿qué pasará «si no he sentido humildemente de mí mismo, si se ha ensoberbecido mi alma? Tratarás a mi alma como al niño recién destetado, que está penando en los brazos de su madre». 5 Por tanto, hermanos, si es que deseamos ascender velozmente a la cumbre de la más alta humildad y queremos llegar a la exaltación celestial a la que se sube a través de la humildad en la vida presente, 6 hemos de levantar con los escalones de nuestras obras aquella misma escala que se le apareció en sueños a Jacob, sobre la cual contempló a los ángeles que bajaban y subían. 7 Indudablemente, a nuestro entender, no significa otra cosa ese bajar y subir sino que por la altivez se baja y por la humildad se sube. 8 La escala erigida representa nuestra vida en este mundo. Pues, cuando el corazón se abaja, el Señor lo levanta hasta el cielo. 9 Los dos largueros de esta escala son nuestro cuerpo y nuestra alma, en los cuales la vocación divina ha hecho encajar los diversos peldaños de la humildad y de la observancia para subir por ellos.10 Y así, el primer grado de humildad es que el monje mantenga siempre ante sus ojos el temor de Dios y evite por todos los medios echarlo en olvido; 11 que recuerde siempre todo lo que Dios ha mandado y medite constantemente en su espíritu cómo el infierno abrasa por sus pecados a los que menosprecian a Dios y que la vida eterna está ya preparada para los que le temen. 12 Y, absteniéndose en todo momento de pecados y vicios, esto es, en los pensamientos, en la lengua, en las manos, en los pies y en la voluntad propia, y también en los deseos de la carne, 13 tenga el hombre por cierto que Dios le está mirando a todas horas desde el cielo, que esa mirada de la divinidad ve en todo lugar sus acciones y que los ángeles le dan cuenta de ellas a cada instante. 14 Esto es lo que el profeta quiere inculcarnos cuando nos presenta a Dios dentro de nuestros mismos pensamientos al decirnos: «Tú sondeas, ¡oh Dios!, el corazón y las entrañas». 15 Y también: «El Señor conoce los pensamientos de los hombres». 16 Y vuelve a decirnos: «De lejos conoces mis pensamientos». 17 Y en otro lugar dice: «El pensamiento del hombre se te hará manifiesto». 18 Y para vigilar alerta todos sus pensamientos perversos, el hermano fiel a su vocación repite siempre dentro de su corazón: «Solamente seré puro en su presencia si sé mantenerme en guardia contra mi iniquidad». 19 En cuanto a la propia voluntad, se nos prohíbe hacerla cuando nos dice la Escritura: «Refrena tus deseos». 20 También pedimos a Dios en la oración «que se haga en nosotros su voluntad». 21 Pero que no hagamos nuestra propia voluntad se nos avisa con toda la razón, pues así nos libramos de aquello que dice la Escritura santa: «Hay caminos que les parecen derechos a los hombres, pero al fin van a parar a la profundidad del infierno». 22 Y también por temor a que se diga de nosotros lo que se afirma de los negligentes: «Se corrompen y se hacen abominables en sus apetitos». 23 Cuando surgen los deseos de la carne, creemos también que Dios está presente en cada instante, como dice el profeta al Señor: «Todas mis ansias están en tu presencia». 24 Por eso mismo, hemos de precavernos de todo mal deseo, porque la muerte está apostada al umbral mismo del deleite. 25 Así que nos dice la Escritura: «No vayas tras tus concupiscencias». 26 Luego si «los ojos del Señor observan a buenos y malos», si «el Señor mira incesantemente a todos los hombres para ver si queda algún sensato que busque a Dios» 28 y si los ángeles que se nos han asignado anuncian siempre día y noche nuestras obras al Señor, 29 hemos de vigilar, hermanos, en todo momento, como dice el profeta en el salmo, para que Dios no nos descubra cómo «nos inclinamos del lado del mal y nos hacemos unos malvados»; 30 y, aunque en esta vida nos perdone, porque es bueno, esperando a que nos convirtamos a una vida más digna, tenga que decirnos en la otra: «Esto hiciste, y callé». 31 El segundo grado de humildad es que el monje, al no amar su propia voluntad, no se complace en satisfacer sus deseos, 32 sino que cumple con sus obras aquellas palabras del Señor: «No he venido para hacer mi voluntad, sino la del que me ha enviado». 33 Y dice también la Escritura: «La voluntad lleva su castigo y la sumisión reporta una corona». 34 El tercer grado de humildad es que el monje se someta al superior con toda obediencia por amor a Dios, imitando al Señor, de quien dice el Apóstol: «Se hizo obediente hasta la muerte». 35 El cuarto grado de humildad consiste en que el monje se abrace calladamente con la paciencia en su interior en el ejercicio de la obediencia, en las dificultades y en las mayores contrariedades, e incluso ante cualquier clase de injurias que se le infieran, 36 y lo soporte todo sin cansarse ni echarse para atrás, pues ya lo dice la Escritura: «Quien resiste hasta el final se salvará». 37 Y también: «Cobre aliento tu corazón y espera con, paciencia al Señor». 38 Y cuando quiere mostrarnos cómo el que desea ser fiel debe soportarlo todo por el Señor aun en las adversidades, dice de las personas que saben sufrir: «Por ti estamos a la muerte todo el día, nos tienen por ovejas de matanza». 39 Mas con la seguridad que les da la esperanza de la recompensa divina, añaden estas palabras: «Pero todo esto lo superamos de sobra gracias al que nos amó». 40 Y en otra parte dice también la Escritura: «¡Oh Dios!; nos pusiste a prueba, nos refinaste en el fuego como refinan la plata, nos empujaste a la trampa, nos echaste a cuestas la tribulación». 41 Y para convencernos de que debemos vivir bajo un superior, nos dice: «Nos has puesto hombres que cabalgan encima de nuestras espaldas». 42 Además cumplen con su paciencia el precepto del Señor en las contrariedades e injurias, porque, cuando les golpean en una mejilla, presentan también la otra; al que les quita la túnica, le dejan también la capa; si le requieren para andar una milla, le acompañan otras dos; 43 como el apóstol Pablo, soportan la persecución de los falsos hermanos y bendicen a los que les maldicen. 44 El quinto grado de humildad es que el monje con una humilde confesión manifieste a su abad los malos pensamientos que le vienen al corazón y las malas obras realizadas ocultamente. 45 La Escritura nos exhorta a ello cuando nos dice: «Manifiesta al Señor tus pasos y confía en él». 46 Y también dice el profeta: «Confesaos al Señor, porque es bueno, porque es eterna su misericordia». 47 Y en otro lugar dice: «Te manifesté mi delito y dejé de ocultar mi injusticia. 48 Confesaré, dije yo, contra mí mismo al Señor mi propia injusticia, y tú perdonaste la malicia de mi pecado». 49 El sexto grado de humildad es que el monje se sienta contento con todo lo que es más vil y abyecto y que se considere a sí mismo como un obrero malo e indigno para todo cuanto se le manda, 50 diciéndose interiormente con el profeta: «Fui reducido a la nada sin saber por qué; he venido a ser como un jumento en tu presencia, pero yo siempre estaré contigo». 51 El séptimo grado de humildad es que, no contento con reconocerse de palabra como el último y más despreciable de todos, lo crea también así en el fondo de su corazón, 52 humillándose y diciendo como el profeta: «Yo soy un gusano, no un hombre; la vergüenza de la gente, el desprecio del pueblo». 53 «Me he ensalzado, y por eso me veo humillado y abatido». 54 Y también: «Bien me está que me hayas humillado, para que aprenda tus justísimos preceptos». 55 El octavo grado de humildad es que el monje en nada se salga de la regla común del monasterio, ni se aparte del ejemplo de los mayores. 56 El noveno grado de humildad es que el monje domine su lengua y, manteniéndose en la taciturnidad, espere a que se le pregunte algo para hablar, 57 ya que la Escritura nos enseña que «en el mucho hablar no faltará pecado» 58 y que «el deslenguado no prospera en la tierra». 59 El décimo grado de humildad es que el monje no se ría fácilmente y en seguida, porque está escrito: «El necio se ríe estrepitosamente». 60 El undécimo grado de humildad es que el monje hable reposadamente y con seriedad, humildad y gravedad, en pocas palabras y juiciosamente, sin levantar la voz, 61 tal como está escrito: «Al sensato se le conoce por su parquedad de palabras». 62 El duodécimo grado de humildad es que el monje, además de ser humilde en su interior, lo manifieste siempre con su porte exterior a cuantos le vean; 63 es decir, que durante la obra de Dios, en el oratorio, dentro del monasterio, en el huerto, cuando sale de viaje, en el campo y en todo lugar, sentado, de pie o al andar, esté siempre con la cabeza baja y los ojos fijos en el suelo. 64 Y, creyéndose en todo momento reo de sus propios pecados, piensa que se encuentra ya en el tremendo juicio de Dios, 65 diciendo sin cesar en la intimidad de su corazón lo mismo que aquel recaudador de arbitrios decía con la mirada clavada en tierra: «Señor, soy tan pecador, que no soy digno de levantar mis ojos hacia el cielo». 66 Y también aquello del profeta: «He sido totalmente abatido y humillado». 67 Cuando el monje haya remontado todos estos grados de humildad, llegará pronto a ese grado de «amor a Dios que, por ser perfecto, echa fuera todo temor»; 68 gracias al cual, cuanto cumplía antes no sin recelo, ahora comenzará a realizarlo sin esfuerzo, como instintivamente y por costumbre; 69 no ya por temor al infierno, sino por amor a Cristo, por cierta santa connaturaleza y por la satisfacción que las virtudes producen por sí mismas. 70 Y el Señor se complacerá en manifestar todo esto por el Espíritu Santo en su obrero, purificado ya de sus vicios y pecados. http://www.sbenito.org/regla/rb.htm#

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