sábado, 1 de diciembre de 2012

último sábado del Año Litúrgico


Jose "Pepe" Alonso


En este último sábado del Año Litúrgico toma un poco de tiempo y medita despacio lo que el evangelio de hoy quiere decirte.

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Guardaos de que no se hagan pesados vuestros corazones por el libertinaje, por la embriaguez y por las preocupaciones de la vida, y venga aquel Día de improviso sobre vosotros, como un lazo; porque vendrá sobre todos los que hab
itan toda la faz de la tierra. Estad en vela, pues, orando en todo tiempo para que tengáis fuerza y escapéis a todo lo que está para venir, y podáis estar en pie delante del Hijo del hombre». Lucas 21, 34 a 36

Estamos llegando al final del largo discurso apocalíptico y también al final del año litúrgico. Jesús da un último consejo convocándonos a la vigilancia y a la oración.
“Guardaos de que no se hagan pesados vuestros corazones por el libertinaje, por la embriaguez y por las preocupaciones de la vida.” Esta es la mejor recomendación que nos puede hacer el Señor. Que no se hagan nuestros corazones pesados. ¡Qué bien dicho! Un corazón pesado se va haciendo insensible, difícilmente se deja afectar por lo que ve a su alrededor. Tiene tantas cosas para atender de sí y para sí, que no tiene ojos, ni oídos para los demás. Cuando no se ha dejado atrapar por los vicios y el placer, se encuentra asfixiado por “las preocupaciones de la vida”.
¿Es que no está bien que uno de espacio y lugar a “las preocupaciones de la vida? No. Desde luego, seguramente hay que atenderlas, pero sin perder de vista lo que es verdaderamente importante. El hombre ha sido creado libre, por lo tanto no puede dejarse esclavizar por nada. Además, tenemos una misión, que ha de estar por encima de todo y hacia la cual debe estar orientada toda nuestra vida. Lamentablemente resulta que “estas preocupaciones” terminan por absorbernos íntegramente, por ahogarnos, a tal extremo que sucumbimos ante ellas y ya no tenemos tiempo ni lugar para nada más. Tenemos tanto que hacer, tanto que atender, que no vemos ni oímos cuando el Señor pasa por nuestro lado repetidas veces pidiéndonos una mano o señalándonos el camino. Nos excusamos “porque tenemos que ir a enterrar a nuestros muertos”.
Es importante notar aquí, a qué extremo nos urge el Señor. “dejad que los muertos entierren a sus muertos” Es decir, incluso aquella excusa que nos parece tan “sagrada”, tan entendible y respetable, la desecha el Señor. “El que pone la mano sobre el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino”, dice el Señor. En el fondo nuevamente surge el mismo tema. O estás con el Señor o no estás. Porque no se puede servir a dos señores. “El que no recoge conmigo, desparrama”. No caben los términos medios” A los tibios, los vomitaré”, sentencia finalmente.
“Estad en vela, pues, orando en todo tiempo para que tengáis fuerza y escapéis a todo lo que está para venir, y podáis estar en pie delante del Hijo del hombre”. Esa es la actitud que espera de nosotros el Señor. Siempre “en vela y orando”, erguidos, con la cabeza en alto, para que podamos estar “en pie delante del Señor”. ¡Guau! Qué fuerte, que exigente. Pero así debe ser la vida del verdadero cristiano. Estar atentos cada día, cada momento, cada instante, pensando, viviendo y siendo para el Señor, para cumplir la Misión encomendada. Ese es el objetivo de nuestra vida. No hay nada mejor a lo que la podamos dedicarla. Nada, por ningún motivo nos puede hacer renunciar a ello. No dejemos que nuestro corazón se haga pesado, duro, insensible. Debemos mantenernos ágiles, atentos, despiertos de tal manera que reaccionemos a la primera. Es más, yo diría incluso, de tal manera que nos anticipemos al maligno que no cejará esfuerzo por enredarnos y atraparnos, porque él nos quiere esclavos y sabe como tentarnos, conoce de memoria nuestras debilidades.

Oremos:
Señor, danos la capacidad y el valor para ordenar nuestra vida en función del Reino. Danos el discernimiento para ponerlo a tu servicio, para distinguir lo importante de lo accesorio. Pero lo importante en función de Reino y no de mis “preocupaciones”.
No permitas que se endurezcan nuestros corazones, que les pongamos una coraza impenetrable, al punto que se hagan tan pesados que no sirvan para vivir y que por ellos muramos a la Vida Eterna. Amén

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