jueves, 29 de agosto de 2013

¡Dios de mi juventud, sé también el Dios de mi ancianidad!

«Tú, Dios mío, fuiste mi esperanza y mi confianza, Señor, desde mi juventud. En el vientre materno ya me apoyaba en ti; en el seno, tú me sostenías; siempre he confiado en ti.
No me rechaces ahora en la vejez; me van faltando las fuerzas; no me abandones».

Tú eres parte de mi vida, Señor, desde que tengo memoria de mi existencia. Me alegro y me enorgullezco de ello. Mi niñez, mi adolescencia y mi juventud han discurrido bajo la sombra de tus manos. Aprendí tu nombre de labios de mi madre, te llamé amigo antes de tener ningún otro amigo, te abrí mi alma como no se la he abierto nunca a nadie. Al repasar mi vida, veo que está llena de ti, Señor, en mi pensar y en mi actuar, en mis alegrías y en mis penas. He caminado siempre de tu mano por senderos de sombra y de luz, y ésa es, en la pequeñez de mi existencia, la grandeza de mi ser. Gracias, Señor, por tu compañía constante a lo largo de toda mi vida.

Dame fuerzas, dame aliento, dame la gracia de envejecer con garbo, de amar la vida hasta el final, de sonreír hasta el último momento, de hacer sentir con mi ejemplo a los jóvenes que la vida es amiga y la edad benévola, que no hay nada que temer y sí todo a esperar cuando Tú estás al lado y la vida del hombre descansa en tus manos.

¡Dios de mi juventud, sé también el Dios de mi ancianidad!

Señor, desde el vientre materno, tú eres quien nos sostiene y, en la juventud, has sido nuestro apoyo; no nos abandones en la vejez y danos fuerza para confiar en ti, hasta que lleguemos a la morada de tu gloria.


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