jueves, 15 de julio de 2010

“Tenme piedad, oh Dios”.

El salmista implora la divina misericordia para obtener la purificación del pecado: “borra mi delito, lávame a fondo de mi culpa, y de mi pecado purifícame” (Sal 50/51, 3-4). “Rocíame con el hisopo, y seré limpio; lávame, y quedaré más blanco que la nieve” (v. 9). Pero él sabe que el perdón de Dios no puede reducirse a una pura no-imputación del exterior, sin que se dé una renovación interior: y el hombre, por sí mismo, no es capaz de realizar esta renovación. Por eso pide: “Crea en mí, oh Dios, un corazón puro; un espíritu firme dentro de mí renueva; no me rechaces lejos de tu rostro; no retires de mí tu santo espíritu. Vuélveme la alegría de tu salvación, y en espíritu generoso afiánzame” (vv. 12-14).

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