Fecha: 17 de noviembre de 2011 18:20
Asunto: Tomado del Libro "Habla un Exorcista", de Gabriele Amorth.
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CENTRALIDAD DE CRISTO
También el demonio es una criatura de Dios. No se puede hablar de él y de los exorcismos sin exponer antes, al menos de forma esquemática, algunos conceptos básicos sobre el plan de Dios en la creación. Desde luego no diremos nada nuevo, pero quizá abriremos nuevas perspectivas a algunos lectores.
Con demasiada frecuencia solemos pensar en la creación de un modo equivocado, hasta el punto de dar por descontada esta falsa sucesión de hechos. Creemos que un buen día Dios creó a los ángeles; que los sometió a una prueba, no se sabe bien cuál, y del resultado de ella surgió la división entre ángeles y demonios: los ángeles se vieron premiados con el paraíso; los demonios, castigados con el infierno. Luego creemos que, otro buen día, Dios creó el universo, los reinos mineral, vegetal, animal y, por último, al hombre. Adán y Eva en el paraíso terrenal pecaron, obedeciendo a Satanás y desobedeciendo a Dios. En este punto, para salvar a la humanidad, Dios pensó en enviar a su Hijo.
No es ésta la enseñanza de la Biblia ni la de los santos padres. Con semejante concepción, el mundo angélico y la creación son ajenos al misterio de Cristo. Léase, en cambio, el prólogo al Evangelio de san Juan y léanse los dos himnos cristológicos que abren las Epístolas a los Efesios y a los Colosenses. Cristo es el primogénito de todas las criaturas; todo fue hecho por él y para él. No tienen ningún sentido las disputas teológicas en las que se pregunta si Cristo hubiera venido sin el pecado de Adán. Él es el centro de la creación, el que compendia en sí a todas las criaturas: las celestiales (ángeles) y las terrenales (hombres). En cambio, sí se puede afirmar que, a causa de la culpa de los progenitores, la venida de Cristo adquirió un significado particular: vino como salvador. Y el centro de su acción está contenido en el misterio pascual: mediante la sangre de su cruz reconcilia a Dios con todas las cosas, en los cielos (ángeles) y en la tierra (hombres).
De este planteamiento cristocéntrico depende el papel de toda criatura. No podemos omitir una reflexión respecto de la Virgen María. Si la criatura primogénita es el Verbo encarnado, no podía faltar en el pensamiento divino, antes de cualquier otra criatura, la figura de aquella en la que se llevaría a efecto tal encarnación. De ahí su relación única con la Santísima Trinidad, hasta el punto de ser llamada, ya en el siglo n, cuarto elemento de la trinidad divina». Remitimos a quien quiera profundizar en este aspecto a los dos volúmenes de Emanuele Testa: Maria, terra vergine (Jerusalén, 1986).
Cabe hacer una segunda reflexión acerca de la influencia de Cristo sobre los ángeles y los demonios. Sobre los ángeles: algunos teólogos creen que sólo en virtud del misterio de la cruz los ángeles fueron admitidos en la visión beatífica de Dios.
Muchos santos padres de la Iglesia han escrito interesantes afirmaciones. Por ejemplo, en san Atanasio leemos que también los ángeles deben su salvación a la sangre de Cristo. Respecto a los demonios, los Evangelios contienen numerosas aseveraciones: a través de la cruz, Cristo derrotó al reino de Satanás e instauró el reino de Dios. Por ejemplo, los endemoniados de Gerasa exclaman: «¿Quién te mete a ti en esto, Jesús, Hijo de Dios? ¿Has venido aquí a atormentarnos antes de tiempo?» (Mt. 8, 29). Es una clara referencia al poder de Satanás con el que Cristo acaba progresivamente; por eso aún dura y perdurará hasta que se haya completado la salvación, porque han derribado al acusador de nuestros hermanos (Ap. 12, 10). Para profundizar en estos conceptos y en el papel de María, enemiga de Satanás desde el primer anuncio de la salvación, remitimos al hermoso libro del padre Candido Amantini: Il mistero di Maria (Dehoniane, Nápoles, 1971).
A la luz de la centralidad de Cristo se conoce el plan de Dios, que creó todas las cosas buenas «por él y para él». Y se conoce la obra de Satanás, el enemigo, el tentador, el acusador, por cuyo influjo entraron en la creación el mal, el dolor, el pecado y la muerte. Y de ahí se desprende el restablecimiento del plan divino, llevado a cabo por Cristo con su sangre.
Emerge claro también el poderío del demonio: Jesús le llama «el príncipe de este mundo» (Jn. 14, 30); san Pablo lo señala como «dios de este mundo» (2 Cor. 4, 4); Juan afirma que «el mundo entero yace en poder del maligno» (1 Jn. 5, 19), entendiendo por mundo lo que se opone a Dios.
Satanás era el más resplandeciente de los ángeles; se convirtió en el peor de los demonios y en su jefe. Porque también los demonios están vinculados entre sí por una estrechísima jerarquía y conservan el grado que tenían cuando eran ángeles: principados, tronos, dominios... Es una jerarquía de esclavitud, no de amor como existe entre los ángeles, cuyo jefe es Miguel. Y resulta clara la obra de Cristo, que ha demolido el reino de Satanás y ha instaurado el reino de Dios. Por eso poseen una particularísima importancia los episodios en los que Jesús libera a los endemoniados: cuando Pedro resume ante Cornelio la obra de Cristo, no cita otros milagros, sino sólo el hecho de haber curado «a los oprimidos por el diablo» (Ac. 10, 38). Entonces omprendemos por qué la primera facultad que Jesús confiere a los apóstoles es la de expulsar a los demonios (Mt. 10, 1); lo mismo vale para los creyentes: «Y estas señales acompañarán a los que crean: expulsarán demonios en mi nombre...» (Mc. 16, 17). Así, Jesús cura y restablece el plan divino, malogrado por la rebelión de una parte de los ángeles y por el pecado de los progenitores.
Porque debe quedar bien claro que el mal, el dolor, la muerte, el infierno (o sea, la condenación eterna en el tormento que no tendrá fin) no son obra de Dios. Unas palabras sobre el último punto. Un día el padre Candido estaba expulsando a un demonio. Hacia la conclusión del exorcismo, se volvió a aquel espíritu inmundo con ironía: «¡Vete de aquí; total, el Señor te ha preparado una buena casa, bien calentita!» A lo que el demonio respondió: «Tú no sabes nada. No es Él (Dios) quien ha hecho el infierno. Hemos sido nosotros. Él ni siquiera había pensado en ello.» En una situación análoga, mientras interrogaba a un demonio para saber si también él había colaborado en la creación del infierno, oí que me respondía: «Todos hemos contribuido.»
La centralidad de Cristo en el plan de la creación y en su restablecimiento, ocurrido con la redención, es fundamental para entender los designios de Dios y el fin del hombre. Desde luego, a los ángeles y a los hombres se les ha otorgado una naturaleza inteligente y libre. Cuando oigo que me dicen (confundiendo la presciencia divina con la predestinación) que Dios ya sabe quién se salvará y quién se condenará, por lo cual todo es inútil, suelo responder recordando cuatro verdades seguras contenidas en la Biblia, hasta el punto de haber sido definidas dogmáticamente: Dios quiere que todos se salven; nadie está predestinado al infierno; Jesús murió por todos; y a todos se les conceden las gracias necesarias para la salvación.
La centralidad de Cristo nos dice que sólo en su nombre podemos salvarnos. Y sólo en su nombre podemos vencer y liberarnos del enemigo de la salvación, Satanás.
Hacia el final de los exorcismos, cuando se trata de los casos más fuertes, los de total posesión diabólica, suelo recitar el himno cristológico de la Epístola a los Filipenses (2, 6-11). Cuando llego a las palabras: «de modo que, al oír el nombre de Jesús, toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra, en el abismo», me arrodillo yo, se arrodillan los presentes y, siempre, también el endemoniado se ve obligado a arrodillarse. Es un momento fuerte y sugestivo. Tengo la impresión de que también las legiones angélicas nos rodean, arrodilladas ante el nombre de Jesús.
Tomado del Libro "Habla un Exorcista", de Gabriele Amorth.
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