viernes, 18 de noviembre de 2011

«Señor, tú tienes palabras de vida eterna».

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE LA MISA EN LA PARROQUIA ROMANA
DE SAN JULIANO MÁRTIR

Domingo 2 de marzo de 1997



1. «Señor, tú tienes palabras de vida eterna» (cf. Jn 6, 68).

El Salmo responsorial que acabamos de proclamar nos lleva al corazón del mensaje de la liturgia de hoy. El poder de la Palabra divina se manifestó por primera vez en la creación del mundo, cuando Dios dijo: «Fiat» (cf. Gn 1, 3), llamando a la existencia a todas las criaturas. Pero las lecturas bíblicas de este tercer domingo de Cuaresma destacan otra dimensión del poder de la Palabra de Dios: la que se refiere al orden moral.

Dios entregó al pueblo elegido el Decálogo en el monte Sinaí, montaña que reviste singular valor simbólico en la historia de la salvación. Precisamente por esto, con ocasión del gran jubileo de año 2000, se ha propuesto un encuentro en ese monte (cf. Tertio millennio adveniente, 53). La primera lectura de hoy, tomada del libro del Éxodo, desarrolla de modo particular los primeros tres mandamientos dados a Israel, esto es, los de la que se suele llamar «primera tabla»: «Yo soy el Señor, tu Dios (...). No tendrás otros dioses frente a mí (...). No pronunciarás el nombre del Señor, tu Dios, en falso (...). Fíjate en el sábado para santificarlo » (Ex 20, 2.7-8).

2. Es fundamental el primer mandamiento, en el que se afirma solemnemente la unicidad de Dios: no hay otras divinidades, además de él. En la ley dada a Moisés, se manifiesta el Dios invisible, que ninguna imagen realizada por las manos del hombre puede representar dignamente. Con la encarnación del Verbo, Dios se hizo hombre, y así el Dios invisible se hizo visible y, desde ese momento, la humanidad puede contemplar su gloria. La cuestión de la representación artística de Dios fue examinada detenidamente en el segundo concilio de Nicea, y se aclaró entonces que, dado que el Dios invisible se había hecho hombre en la Encarnación, su reproducción artística era legítima para los cristianos.

Al primer mandamiento está muy unido el segundo, que no sólo quiere condenar el abuso del nombre de Dios, sino que también tiene como finalidad advertir que no se siga la idolatría difundida en las religiones paganas.

De la misma forma, por lo que concierne al tercer mandamiento: «Fíjate en el sábado para santificarlo» (Ex 20, 8), la normativa es detallada y se remonta al modelo originario del descanso, del que dio ejemplo Dios al término de la creación.

En cambio, se describen de manera sintética los mandamientos de la que se suele llamar «segunda tabla».

3. «Señor, tú tienes palabras de vida eterna». Las palabras que Dios pronuncia en el Antiguo Testamento encuentran pleno cumplimiento en Cristo, Palabra de Dios encarnada. En la antigua alianza, el poder creador de Dios en el ámbito moral se expresó en el Decálogo; en la nueva alianza, en cambio, Cristo es la actuación plena de ese poder; por tanto, no es una ley escrita, sino la persona misma del Salvador.

Se trata de una verdad que san Pablo expresa con eficacia al escribir a los Gálatas y a los Romanos: a la justificación mediante la observancia de la ley contrapone la justificación mediante la fe en Cristo. Hoy, en cambio, en la segunda lectura, tomada de la primera carta a los Corintios, leemos estas palabras: «Nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los griegos; pero para los llamados a Cristo —judíos o griegos— fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1Co 1, 22-24).

El poder y la sabiduría que Dios manifestó al crear el mundo y al hombre, hecho «a su imagen y semejanza» (cf. Gn 1, 26), se expresan plenamente en el orden moral. Por tanto, está al servicio del bien del hombre y de la sociedad humana. Esto lo confirma el Nuevo Testamento que determina con claridad el papel de la moral al servicio de la salvación eterna del hombre.

Precisamente por esto, en la aclamación antes del Evangelio acabamos de proclamar las palabras que Jesús pronunció en el diálogo con Nicodemo: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único. Todo el que cree en él, tiene vida eterna» (Jn 3, 16). No sólo los mandamientos, sino sobre todo el Verbo eterno, que se hizo hombre, es la fuente de la vida eterna.

4. Amadísimos hermanos y hermanas de la parroquia de San Juliano mártir, me alegra estar aquí con vosotros hoy, para celebrar la Eucaristía en el tercer domingo de Cuaresma. Saludo al cardenal vicario, al obispo auxiliar del sector, a vuestro celoso párroco don Luciano D’Erme, al vicario parroquial, a las religiosas que viven en este territorio y a todos vosotros que pertenecéis a esta comunidad parroquial, dedicada de modo particular al Corazón inmaculado de María y al Corazón misericordioso de Jesús.

Mi pensamiento va hoy, naturalmente, a mi venerado y querido hermano el cardenal Ugo Poletti, que falleció hace algunos días. Vuestra parroquia, erigida en 1980, es una de las más de setenta que él construyó durante su largo servicio a la diócesis de Roma. Mientras doy gracias al Señor una vez más por habérmelo concedido como valioso vicario general, os invito a todos a orar por él, encomendando a la Misericordia divina su alma elegida.

Sigo con afecto y atención las fases sucesivas de la Misión y, de modo especial, acompaño la entrega del evangelio según san Marcos a las familias y la práctica de los ejercicios espirituales, que se están realizando durante este tiempo cuaresmal. Es muy oportuna la iniciativa de los ejercicios espirituales, que constituyen una gran ayuda para los cristianos, llamados a «renovarse en el espíritu (...) y a revestirse del hombre nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad» (Ef 4, 23-24). Los ejercicios espirituales, fruto de la rica tradición espiritual de la Iglesia, responden auténticamente a los interrogantes profundos del hombre. Por tanto, los recomiendo a los jóvenes, en el ámbito de su camino de discernimiento vocacional, a los esposos cristianos, a las familias y a todos los que buscan sinceramente a Dios.

5. «Él hablaba del templo de su cuerpo» (Jn 2, 21).

En el evangelio hemos releído el episodio de la expulsión de los vendedores del templo. La descripción de san Juan es viva y elocuente: por una parte está Jesús que, «haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes» (Jn 2, 14-15), y por otra están los judíos, en particular los fariseos. El contraste es fuerte, hasta el punto de que algunos de los presentes preguntan a Jesús: «¿Qué signos nos muestras para obrar así?» (Jn 2, 18).


«Destruid este templo y en tres días lo levantaré» (Jn 2, 19), responde Cristo. La gente replica: «Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?» (Jn 2, 20). No habían comprendido —anota san Juan— que el Señor estaba hablando del templo vivo de su cuerpo que, durante los acontecimientos pascuales, sería destruido con la muerte en la cruz, pero que resucitaría al tercer día. «Y cuando resucitó de entre los muertos —escribe el evangelista—, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús» (Jn 2, 22).

El acontecimiento pascual da significado auténtico a todos los elementos presentes en las lecturas de hoy. En la Pascua se revela plenamente el poder del Verbo encarnado, poder del Hijo eterno de Dios, que se hizo hombre por nosotros y por nuestra salvación.

«Señor, tú tienes palabras de vida eterna».

Creemos que tú eres verdaderamente el Hijo de Dios.

Y te damos gracias por habernos hecho partícipes de tu misma vida divina.

Amén.

TEXTO ORIGINAL AQUI

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