Una homilía atribuida a san Fulgencio de Ruspe (467-532), obispo
El espejo pasa; el espejo borra. En efecto, el que «ilumina a todo hombre viniendo al mundo» (Jn 1,9) es el verdadero espejo del Padre. Cristo pasa en cuanto es espejo del Padre (Hb 1,3) y deja lejos la ceguera de los ojos de los que no ven. Cristo, que viene del cielo, pasa, a fin de que toda carne le vea, según la palabra profética del anciano Simeón, que recibió en sus brazos al Verbo recién nacido y lo contempló con alegría cuando dijo: «Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz porque mis ojos han visto a tu Salvador» (Lc 2,29-30).
El ciego, solo, no podía ver a Cristo, espejo del Padre. ¿Cuál fue, pues, la fidelidad de lo que lo que los profetas había anunciado: «Los ojos de los ciegos se abrirán, los oídos de los sordos oirán, el cojo saltará como el ciervo y la lengua de los mudos se desatará»? (Is 35,5-6). Cristo desenganchó los ojos del ciego y en Cristo vio al espejo del Padre. ¡Maravilloso remedio contra la naturaleza!...
El primer hombre fue creado luminoso, y se encontró ciego cuando dejó a la serpiente: este ciego se puso en condiciones de renacer cuando creyó. Su cuerpo estaba enfermo, pero también su naturaleza se había corrompido. Tenía una doble necesidad de luz...El artista, su Creador, pasó y reflejó en el espejo esta imagen del hombre caído, al ver la miseria del ciego. Milagro de la fuerza de Dios que cura lo que ve e ilumina lo que visita.
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